viernes, 11 de enero de 2008





















TaBaTinGa - IqUiTos

Abrí los ojos poco antes de las cinco de la mañana, al oír el golpe de nudillos en la puerta del pequeño albergue. Había dormido en Tabatinga, frontera de Leticia con Brasil, y el conductor de un carro alquilado me recogería para trasladarme al muelle, ubicado a apenas unos minutos. El pillaje había sucedido el día anterior entre sonrisas y cortesías. Sin cuestionar el precio, había sobrepagado el valor la carrera al fondeadero, y hoy en la madrugada sentía rencor por aquel desconocido cuyo rostro entreveía en la penumbra. Sin embargo, su fuerza masculina inconmensurable y la invisibilidad de la noche me mantuvieron la lengua queda y decidí descender por las tablas resignada, cual ánima en pena. En silencio di unos pasos hacia la balsa, donde el furor atragantado en segundos me hizo pesadas las piernas. Allí, numerosas figuras oscuras, unas inmóviles y otras pocas con un cigarrillo sombreando su rostro, permanecían en completa quietud. La mayoría dormitaba esperando su momento de subirse al bote, y lo hacía con tanto esmero que parecía como si el letargo hubiera contagiado como una epidemia a los tripulantes. Su estado era tal que si la misma escena hubiera sido llevada a una cantina, a media luz algunos parecerían borrachines pasando la resaca. El claroscuro tiene esa capacidad, vuelve sublime lo más natural.

Entornando los ojos, apenas se podía descubrir el perfil de las personas, sus volúmenes y espesores, y a menos de que uno se acercase para entablar conversación, desde una corta distancia los cuerpos eran bultos indistintos en la noche. Casi todos los pasajeros, taciturnos, están acostumbrados a este trasbordo, por lo cual nadie dice nada y el silencio reina en la balsa. Las gentes están aquí y allá, sentadas sobre tablas convertidas en bancas, o de pie echando humo. No hay una voz meliflua que salga de un megáfono ni un timbre indicando los horarios de salida. Ni siquiera algo que se le asemeje, aquí todo sucede al tacto. Por eso, todos los extranjeros preguntan, se afanan y apenas ven la oportunidad de cruzar al otro lado del Aqueronte, sin verguenza con los locales que tácitamente se enfilan para el mismo trayecto, toman su turno y se suben al bote. El desequilibrio del primer paso, el pie haciendo presión sobre la tabla de madera y el suave balanceo del suelo infirme, son apenas un suave preludio de las experiencias futuras.

A bordo de la canoa, un hombre y su linterna guían el curso de la embarcación en la oscura inmensidad. El tenue chorro de luz baña el agua color brea y busca a lo lejos un horizonte indistinguible. No mantiene un punto fijo, por el contrario, irradia a un lado, luego al otro, y más tarde trepida a lo lejos. Como una luciérnaga que busca su compañero en la oscuridad, sabe hacia dónde quiere llegar pero antes, casi perdida, da circunvoluciones en el intento. Son segundos eternos. Durante el tránsito, el cuerpo no se siente carne sino más bien alma, y la experiencia tiene el sabor de un prolongado deambular hacia otra vida. Tal vez así se siente al momento de morir, un limbo oscuro con una luz exigua dirigiendo el camino hacia el infinito. Por lo pronto, la eternidad se encuentra sobre una chocita en medio del agua. Una isla de tablas brota del agua y le da un respiro a la imaginación. Las circunstancias de llegada son tan alucinantes como el suave desplazamiento sobre la superficie del río Amazonas. El punto final de los cinco eternos minutos es una balsa en Santa Rosa, ciudad-isla de la frontera peruana. ¿Cuándo cruzamos los límites del Brasil? ¿El agua es más bermellón a ese lado de lo que es en el Perú? ¿Acaso el río está más cargado de sedimento del lado brasileño? Así son las fronteras humanas, disparatadas y fortuitas, al arbitrio de los gobernantes de turno y los pactos entre naciones. Allí, en el confín ilusorio, un funcionario peruano tras una pequeña mesa de madera pone sellos en los pasaportes. En segundos, el empleado sella nuestra estancia con un salvoconducto. Es un momento fugaz que se disuelve el tiempo y el espacio por su propia inmaterialidad. Este hombre parece más un prestidigitador que el encargado del control migratorio. Pasaporte, el siguiente. Pasaporte, el siguiente.

¡Una zona en el mundo donde no existe la burocracia! La escena es puro teatro. Hasta se podría imaginar espectadores a unos metros de distancia deleitándose desde una lancha con este drama líquido: la desgarradora incertidumbre de K. en El Castillo se convertiría aquí en una risa histérica. Así son los controles en las fronteras de nuestros países latinoamericanos: ligeros, graciosos y muy familiares. Quizá por el olvido estatal de estas zonas, los procedimientos legales son menos complicados. No tienen la inútil y pesada burocracia de las ciudades, y todo se realiza de manera rápida y sin trabas. La estampillada resulta tan fácil en comparación con nuestros acostumbrados trámites de oficina, eternos y zigzagueantes, que dudamos de su efectividad, y el cuadro del hombrecillo con su timbre estampillando extranjeros en una casa de tablas sobre el agua parece un absurdo. Son operaciones tan vertiginosas y sin embelecos que por fuerza de comparación te debes fregar los ojos para asegurarte de que es la realidad y no un sueño de un país sin burocracias.

De pie, en la improvisada y diminuta balsa, se ven con claridad los rostros de los viajeros. Aún no ha despuntado el sol pero la casa flotante cobra vida en la oscuridad. Hay una bombilla que pende de la nada y baña de luz la alborada. Todos los días de sus vidas, a esta misma hora, el resuelto funcionario de Estado timbra, el vendedor de la minúscula tienda de abarrotes vende, y los navegantes surcan una vez más el río que conocen desde niños. Los últimos crecieron con las crecientes y vaciantes, el ruido del motor de la balsa de su padre los arrullaba cargados en los brazos de sus madres y pegados a su pecho sentían las vibraciones. Los navegantes son gentes que quieren seguir el espíritu de sus padres, adquieren la pasión por el río desde el vientre y cuando chicos veían a su progenitor desaparecer en el horizonte, ellos querían hacer lo mismo. Cuando el padre es timonel, el hijo probablemente iniciará su vida de navegante con un bote de poca fuerza, recorriendo cortos tramos en embarcaciones de poco calado. Como primera medida, tiene que tener buena vista. Estos viajes le enseñarán a conocer el comportamiento del río, sus meandros y sus playas escondidas. Aprenderá también cómo direccionar su botecito cuando un pequeño tronco se atasque en la hélice, los remolinos lo hagan girar y el inconsciente contrapeso de los tripulantes desequilibre la pequeña embarcación. Si sale de esta, más tarde, luego de conocer el río, y gracias a una visión prodigiosa, se convertirá en mestre. Supervisará a los timoneles mientras direccionan el timón y será el director de orquesta de alguna barca de larga quilla. Sabrá cuándo moverse a babor para esquivar un banco de arena, porqué debe alejarse del canto del río y en qué lugar se esconden aguas traicioneras. Los capitanes se ven a sí mismos como “viajeros” y es difícil encontrar uno que no tenga muchas historias por contar. Son casi siempre almas libres que necesitan recorrer el mundo para amainar su alma.

Estos hombres, reflexivos y meditabundos, viven como encapsulados en otro tiempo, uno dilatado y menos dependiente de ellos. El arbitrio del río ha domesticado su ánimo durante años y gracias a las numerosas veces que han encallado durante semanas durante la época de sequía, saben lo que es esperar. En el Perú, la explotación de petróleo en erupción desde la década del 70, ha convertido a muchos navegantes en empujadores de barcazas petroleras. Estos, conscientes del suicidio temporal, cuando se meten en ríos muy angostos y viene la merma, se quedan empantanadas ahí por largas semanas. Aguardan a que cargue la atmósfera, el tiempo de lluvias los sacará de la inercia, y en caso de sequía permanecerán fondeando ad aeternitatem. El marasmo en estos casos supera todo lo imaginable y deja el ánimo bien educado.

A nuestra pareja de navegantes cada amanecer los encuentra piloteando su embarcación por el canal. Siempre prestos de no chocar con una isla escondida y de esquivar los troncos, se envían señas indistinguibles desde la proa hasta la popa y de nuevo a la inversa. Abordo del rápido, a contracorriente por el río Amazonas, el tiempo antes del amanecer se extiende. El sereno, húmedo al tocar la piel, contribuye con esta impresión de dilatación mientras cabeceo en duermevela. Viajo hacia el oeste, de Santa Rosa a Iquitos, en dirección a la boca río Amazonas, Nauta. Punto geográfico donde confluyen el río Marañón con el Ucayali para darle origen al río cuyas aguas acaricio con las yemas de mis dedos. Es el primer recorrido de muchos que voy a hacer y estoy dispuesta a descubrir los mínimos cambios de vegetación. En secreto también aguardo ávida el hundimiento de mi embarcación. Los amazónicos están en época de vaciante y se alcanza a ver aún en las riberas del río, la vida de las playas. En pocos meses todos los barrancos desaparecerán con la línea del agua y el canto se devorará poquito a poco la vegetación de las orillas. El cielo plomizo, la sombría masa verdosa en la distancia y el agua achocolatada del río dominan el paisaje. No se diferencian aquí tonalidades, ni tampoco veo flora colorida que cautive la atención. El paisaje es un poco monótono y para alguien que viene del trópico colombiano, la ausencia de cromas resulta un poco soporífera. Cierro los ojos, aguardo cruzarme con algún pensamiento.

jueves, 10 de enero de 2008