VIAJE A LA SELVA AMAZONICA
Desde el aire, junto a la ventanilla, el río Amazonas de la selva colombiana serpentea como en sus miles de fotografías aéreas. A lo ancho se ve corpulento, como una anaconda que se desliza en medio de un mar verdoso y a lo largo, parece ilimitado y eterno. En la distancia, la selva, futuro petróleo de la humanidad, resulta calma y coposa. Los cientos de kilómetros que separan a los tripulantes aéreos del río, descubrimiento de Orellana para Occidente, son posiblemente la causa de esta impresión. En medio de las nubes y el cielo, el bosque luce sereno. Sin embargo, otra sería la sensación de un naufrago en el Amazonas. De pie, en medio de la tupida selva, el hombre está a merced de sí mismo. Sus aparatos resultan obsoletos, la señal satelital flaquea y para su asombro, la naturaleza en pocas horas lo devora. Entonces, ¿cómo explicar el sosiego que se aprecia desde las alturas? La tranquilidad descubierta desde la ventana del avión se debe quizá a la única tonalidad de verde que domina el paisaje. Un solo tono entre miles domina y se extiende. Es un matiz que baña la tierra sin interrupciones. Verde selva por aquí, verde selva por allá. Sin embargo, si se va un poco más lejos, la aparente calma es sólo un escalón que precede la tempestad. Los espíritus de la Amazonía intuyen que en pocos años se desatarán las más cruentas guerras por agua. La época de la siringa y su explotación esclavista a manos de los barones del caucho, será incomparable con la devastación de las transnacionales. Sin vaticinar, sólo sintiendo el recalentamiento global respirar en la nuca, todo apunta a que el Amazonas se convertirá en el abrevadero del planeta. El agua será el verdadero capital.
Leticia. 12 de diciembre de 2007
El avión de la aerolínea colombiana, aterriza en la tarde en el aeropuerto de la ciudad. De una arquitectura simple, a medida de la población de la ciudad, es una construcción pequeña que de manera irrisoria hace las veces de aeropuerto internacional. Apenas cruzo la escotilla se siente un aire pesado. Aquí todo es vaporoso, por lo cual el ambiente es denso. Doy unos pasos, siento la humedad en mi piel y, cuando cierro los puños, se quedan pegados. La ropa es ahora mi segunda dermis. Los amazónicos viven como sus hermosas ranitas, las rojas de panza blanca, siempre húmedos. El agua circula en el aire y vuelve todo pegajoso. Gracias a esto, desgracia para el moderno, apegado a su aire acondicionado, aquí las plantas brotan del suelo en un instante. Hay moléculas de agua de todos lados, nada escapa. Ni siquiera los bien cuidados aparatos, tecnología de punta, frágiles frente a la naturaleza. La vida bulle por donde quiera que mires. Donde hay árboles existe oxígeno. Este es el pulmón del mundo, hoy día cuando la efectividad de los protocolos está en entredicho y el recalentamiento global es un fenómeno de consecuencias desconocidas. La inexistencia de modelos matemáticos para medir su impacto asombra a la vez que asusta. Así llego al Amazonas.
El paisaje no es muy diferente al de ciertas regiones del Trópico, y salvo por su cielo pálido pero luminoso, la pesadez del ambiente ya la había sentido antes. La conciencia de estar en el Amazonas, no obstante, transforma el sabor de la experiencia, y le da una coloratura de trascendencia y grandiosidad. Casi como visitar el Sahara o el Gran Cañón. Sin embargo, en poco tiempo el romanticismo del viaje-expedición se desploma frente al ruido que cubre como una capa toda la ciudad. El barullo de las motos tiñe cada pensamiento y se convierte en corto tiempo en uno de los principales souvernirs de la ciudad selvática. Al parecer, también el ruido es un tema de trascendencia en otras ciudades amazónicas, en Iquitos, su equivalente peruano, existe un Comité de Amigos contra el Ruido y sus muros están revestidos de coloridos murales. EN IQUITOS NOS ESTAMOS QUEDANDO SORDOS, dice uno. Es difícil para un hombre de la ciudad, propiamente de la metrópoli, entender cómo soportan los amazónicos este caos de sonidos. Mestizos e indígenas ribereños todavía piensan en los espíritus de la selva y el ritmo de su chacra. Entonces, “Debería reinar el silencio y uno de preferencia selvático”, se piensa absurdamente, sin entender que su lógica corresponde a la nuestra, sólo que se encuentra rezagada, aún no desarrolla los motores silenciadores.
De cabeza en el Amazonas, no se deja de sentir tristeza por la selva que hubo y fue talada, por lo cual se intuye una gran ausencia. Permanecen bajo incógnita, sin embargo, los miles de millones de hectáreas de verdor que devorará la crueldad capitalista. Los proyectos de Parques Nacionales en la selva colombiana son una versión, legitimada y auspiciada por el Estado, del robo de un pedazo del pulmón. La administración del Amacayacu, parque de la Amazonía colombiana, pasa a manos de una famosa cadena hotelera y una aerolínea nacional. El negocio es en apariencia claro y transparente. Así funciona todo en los países latinoamericanos, corrupción en pequeña escala. Muy local y e inclusive familiar. Desafortunadamente, distante a aquella de los grandes países donde la economía de escala, tras localizar sus transnacionales aquí y allá, siempre por fuera, logra devorar en segundos lo que a nuestros subdesarrollados magnates les ha tomado siglos.
Además del pequeño robo al país, se ofrece como plus del paseo en el Parque, la visita a una comunidad indígena. Se llega por el sendero cuyo nombre no quiero acordarme, porque en eso se convirtieron las comunidades indígenas. En un momento más de nuestra apretada agenda turista, pero jamás un memento. Los indígenas con sus costumbres y rituales entraron bajo el infame apelativo, tourist site, y ahora hacen performancia para los ávidos viajeros. Incluso hay otra denominación, por el mismo corte, que se refiere a compartir la cotidianidad de estas comunidades, una comida por ejemplo. Lo llaman turismo vivencial. Salvo por su desgarrador significado, no se puede discutir que los nombres elegidos son idóneos, y quizá elucubrar que fueron producto de una lluvia de ideas de hábiles publicistas. Cuando todo se vuelve capital, hasta las prácticas culturales más profundas se ponen en venta. Esto es lo que Occidente ha hecho de manera magistral por siglos, desacralizar las experiencias vitales. En otro tiempo, cuando el reinaba en la selva, pedía a los indios que lo cargaran en sus hombros en el bosque. Eufórico, gracias a la cocaína preparada por los cocineros de sus laboratorios, era transportado por entre los árboles. Un poco la imagen de un antiguo colonizador, otro tanto la de un moderno que quiere sentirse amo y señor de los elementos, este hombre de la mafia abusaba con su nefasto comercio a las tribus indígenas. Por donde quiera que se mire, tikunas, huitotos, yaguas y otros indios de la amazonía colombiana fueron, son y serán irrespetados por el hombre blanco.
Ahora, el Trapecio, antiguo enclave del narcotráfico, sirve como punto de partida para numerosas excursiones. Todas ecológicas. Parques Naturales, islas con micos, lagos y poblados indígenas, están disponibles en diferentes tours. Más abajo, en la selva peruana, petroleras nacionales y empresas madereras tienen franqueado el lugar. La visión romántica de los expedicionarios botánicos del siglo XIX, la mentalidad genocida de los dueños de las plantaciones de látex o la pasión indigenista de los antropólogos, no son temas de mi agenda. Se ha dado una metamorfosis de la búsqueda. Las preocupaciones actuales, más globales y menos maravillosas, ya no apuntan al descubrimiento sino a la extinción. El Amazonas dejó de ser el Paraíso Perdido. Ya Occidente conquistó, colonizó y sojuzgó al Nuevo Mundo en un proceso físico y metafísico de siglos. Cuerpos y almas quedaron sojuzgados. Sin embargo, ahora poco importa estos temas. Estamos en una época donde las luchas han cambiado. El pillaje, la colonización y la depredación, cedieron ante la batalla por los recursos naturales. El futuro se avecina a pasos agigantados.
Leticia es una ciudad pequeña que vio una gloria deplorable en otro tiempo. Poco más de dos décadas atrás cuando el tráfico de la pasta de coca utilizaba su ahora inexistente puerto y al Amazonas como cementerio. Era una época de fasto, los loores de la droga tenían sus grandes fincas, y su palabra era ley para todos los ribereños de la selva. Allí, en los tres países donde se comerciaba. Hoy día, sin embargo, la ciudad colombiana a orillas del Amazonas, no es más que un municipio mísero y bulloso. Sus calles revestidas de grietas y el tedium vitae de su población son la ausencia del Estado en la selva. Ni siquiera las tardes dominicales en la ribera del Amazonas en espera del lomo de un delfín rosado son suficientes. Salvo por el pomposo Hotel Decameron, el asomo de riqueza no existe. La industria de la ciudad la comprenden desde hace medio siglo Gaseosas Leticia y Coca-Cola. Por otro lado, es el comercio lo que mantiene a esta ciudad. El flete de los productos del interior del país es tan alto que los leticianos optaron por traer productos de Iquitos. Sobretodo cacharrería. Los comerciantes viajan en rápidos sobre el Amazonas diez horas. Hacen sus compras en la principal ciudad de la Amazonía peruana y pernoctan allí. Al día siguiente regresan en una lancha de buenas dimensiones donde el viaje se dilata pero la mercancía va segura. Esta gente lo ha visto todo.
¿Y sus gentes? La mayoría son inmigrantes que han venido de departamentos del sur de Colombia. Pocos son amazónicos, y sólo los chicos son leticianos de nacimiento. La ciudad es demasiado joven para tener su cepa raizal de ciudadanos del mundo. Pero los verdaderos pobladores son las tribus indígenas que han protegido el lugar por siglos. Ahora se resguardan en comunidades alejadas de la ciudad. Se llega por la carretera que recorre veintidós kilómetros. Están en el Km. ocho, nueve, diez, y permanecen ahí con sus prácticas vernáculas cada vez más asépticos y menos autóctonos. No del todo herméticas, las comunidades permiten que los leticianos los acompañen durante sus ritos. La pelazón, ritual de paso para las mujeres, era visto hasta hace unos años como correspondía a su tradición. La joven que había menstruado, borracha con chica, era introducida a la edad adulta desnuda su calva. Los jefes del grupo jalaban entera su cabellera por manojos y entre gritos y chillidos, la pequeña con el cuero cabelludo enrojecido se hacía mujer. Hoy día, el procedimiento se ha occidentalizado: se usan tijeras.