miércoles, 17 de septiembre de 2008
El sistema de reciprocidad e intercambio acompaña todas las prácticas indígenas.
Aquí el mitayo (producto de caza) que trajeron los ocainas para corresponder a la cahuana, el casave, la coca y el ambil que les ofrecerán los boras a lo largo de toda la fiesta.
Hay unos gusanos gordos y bien grasosos llamados en Colombia "mojojoy" y aquí "suris" que se alimentan de la chonta de la palma cuando cae.
Asado, frito o vivo es delicioso!!!!



A través de su interpretación se comunican con los suyos. Cada tono es una sílaba que llama a la gente a coquear, comer casave, o sencillamente a saludar.
La noche previa a las fiestas los hombres comienzan a tocarlo sin parar hasta el día siguiente cuando llegan los primeros invitados.



Fiesta de Apújco
(Celebración que se realiza espontáneamente porque se quiere festejar algo.)
domingo, 14 de septiembre de 2008





Mi amiga Berna junto a Eloida mientras espolvorean el afrecho de la yuca mezclado con almidón.
Olla de barro mezclado con ceniza de árbol especial para resistir las altas temperaturas que necesita el casave, una especie de pizza-pan que se encuentra en todas las comidas de la etnia bora-huitoto.
Indígena ocaina mientras prepara su casave. Donña Yolanda los hace de ambas clases: el casave bora, a base de afrecho y almidón de yuca, y el ocaina, a base de yuca podrida.


Todo viaje en la selva se realiza en barco. Los ríos son las carreteras principales. Aquí la lancha comercial Jorge Raúl que viaja semanalmente de Islandia a Iquitos y viceversa en su recorrido por el Bajo Amazonas. Se detuvo en el distrito de Pevas donde la abordamos.
La comunidad bora de Brillo Nuevo en la cabecera del río Yaguasyacu es una de las más ordenadas y limpias que he conocido. Aquí una palmera de aguaje ("cananguche" en Colombia).

Durante las noches los animales de monte se acercan a un abrevadero de agua salada llamado en el Perú "colpa" desde donde los acechan los cazadores con sus fusiles. Esta colpa está en el barrio indígena del distrito de Pevas. Aquí ya no vienen los tapires ni los roedores gigantes, !Por supuesto!
viernes, 11 de enero de 2008
Abrí los ojos poco antes de las cinco de la mañana, al oír el golpe de nudillos en la puerta del pequeño albergue. Había dormido en Tabatinga, frontera de Leticia con Brasil, y el conductor de un carro alquilado me recogería para trasladarme al muelle, ubicado a apenas unos minutos. El pillaje había sucedido el día anterior entre sonrisas y cortesías. Sin cuestionar el precio, había sobrepagado el valor la carrera al fondeadero, y hoy en la madrugada sentía rencor por aquel desconocido cuyo rostro entreveía en la penumbra. Sin embargo, su fuerza masculina inconmensurable y la invisibilidad de la noche me mantuvieron la lengua queda y decidí descender por las tablas resignada, cual ánima en pena. En silencio di unos pasos hacia la balsa, donde el furor atragantado en segundos me hizo pesadas las piernas. Allí, numerosas figuras oscuras, unas inmóviles y otras pocas con un cigarrillo sombreando su rostro, permanecían en completa quietud. La mayoría dormitaba esperando su momento de subirse al bote, y lo hacía con tanto esmero que parecía como si el letargo hubiera contagiado como una epidemia a los tripulantes. Su estado era tal que si la misma escena hubiera sido llevada a una cantina, a media luz algunos parecerían borrachines pasando la resaca. El claroscuro tiene esa capacidad, vuelve sublime lo más natural.
Entornando los ojos, apenas se podía descubrir el perfil de las personas, sus volúmenes y espesores, y a menos de que uno se acercase para entablar conversación, desde una corta distancia los cuerpos eran bultos indistintos en la noche. Casi todos los pasajeros, taciturnos, están acostumbrados a este trasbordo, por lo cual nadie dice nada y el silencio reina en la balsa. Las gentes están aquí y allá, sentadas sobre tablas convertidas en bancas, o de pie echando humo. No hay una voz meliflua que salga de un megáfono ni un timbre indicando los horarios de salida. Ni siquiera algo que se le asemeje, aquí todo sucede al tacto. Por eso, todos los extranjeros preguntan, se afanan y apenas ven la oportunidad de cruzar al otro lado del Aqueronte, sin verguenza con los locales que tácitamente se enfilan para el mismo trayecto, toman su turno y se suben al bote. El desequilibrio del primer paso, el pie haciendo presión sobre la tabla de madera y el suave balanceo del suelo infirme, son apenas un suave preludio de las experiencias futuras.
A bordo de la canoa, un hombre y su linterna guían el curso de la embarcación en la oscura inmensidad. El tenue chorro de luz baña el agua color brea y busca a lo lejos un horizonte indistinguible. No mantiene un punto fijo, por el contrario, irradia a un lado, luego al otro, y más tarde trepida a lo lejos. Como una luciérnaga que busca su compañero en la oscuridad, sabe hacia dónde quiere llegar pero antes, casi perdida, da circunvoluciones en el intento. Son segundos eternos. Durante el tránsito, el cuerpo no se siente carne sino más bien alma, y la experiencia tiene el sabor de un prolongado deambular hacia otra vida. Tal vez así se siente al momento de morir, un limbo oscuro con una luz exigua dirigiendo el camino hacia el infinito. Por lo pronto, la eternidad se encuentra sobre una chocita en medio del agua. Una isla de tablas brota del agua y le da un respiro a la imaginación. Las circunstancias de llegada son tan alucinantes como el suave desplazamiento sobre la superficie del río Amazonas. El punto final de los cinco eternos minutos es una balsa en Santa Rosa, ciudad-isla de la frontera peruana. ¿Cuándo cruzamos los límites del Brasil? ¿El agua es más bermellón a ese lado de lo que es en el Perú? ¿Acaso el río está más cargado de sedimento del lado brasileño? Así son las fronteras humanas, disparatadas y fortuitas, al arbitrio de los gobernantes de turno y los pactos entre naciones. Allí, en el confín ilusorio, un funcionario peruano tras una pequeña mesa de madera pone sellos en los pasaportes. En segundos, el empleado sella nuestra estancia con un salvoconducto. Es un momento fugaz que se disuelve el tiempo y el espacio por su propia inmaterialidad. Este hombre parece más un prestidigitador que el encargado del control migratorio. Pasaporte, el siguiente. Pasaporte, el siguiente.
¡Una zona en el mundo donde no existe la burocracia! La escena es puro teatro. Hasta se podría imaginar espectadores a unos metros de distancia deleitándose desde una lancha con este drama líquido: la desgarradora incertidumbre de K. en El Castillo se convertiría aquí en una risa histérica. Así son los controles en las fronteras de nuestros países latinoamericanos: ligeros, graciosos y muy familiares. Quizá por el olvido estatal de estas zonas, los procedimientos legales son menos complicados. No tienen la inútil y pesada burocracia de las ciudades, y todo se realiza de manera rápida y sin trabas. La estampillada resulta tan fácil en comparación con nuestros acostumbrados trámites de oficina, eternos y zigzagueantes, que dudamos de su efectividad, y el cuadro del hombrecillo con su timbre estampillando extranjeros en una casa de tablas sobre el agua parece un absurdo. Son operaciones tan vertiginosas y sin embelecos que por fuerza de comparación te debes fregar los ojos para asegurarte de que es la realidad y no un sueño de un país sin burocracias.
De pie, en la improvisada y diminuta balsa, se ven con claridad los rostros de los viajeros. Aún no ha despuntado el sol pero la casa flotante cobra vida en la oscuridad. Hay una bombilla que pende de la nada y baña de luz la alborada. Todos los días de sus vidas, a esta misma hora, el resuelto funcionario de Estado timbra, el vendedor de la minúscula tienda de abarrotes vende, y los navegantes surcan una vez más el río que conocen desde niños. Los últimos crecieron con las crecientes y vaciantes, el ruido del motor de la balsa de su padre los arrullaba cargados en los brazos de sus madres y pegados a su pecho sentían las vibraciones. Los navegantes son gentes que quieren seguir el espíritu de sus padres, adquieren la pasión por el río desde el vientre y cuando chicos veían a su progenitor desaparecer en el horizonte, ellos querían hacer lo mismo. Cuando el padre es timonel, el hijo probablemente iniciará su vida de navegante con un bote de poca fuerza, recorriendo cortos tramos en embarcaciones de poco calado. Como primera medida, tiene que tener buena vista. Estos viajes le enseñarán a conocer el comportamiento del río, sus meandros y sus playas escondidas. Aprenderá también cómo direccionar su botecito cuando un pequeño tronco se atasque en la hélice, los remolinos lo hagan girar y el inconsciente contrapeso de los tripulantes desequilibre la pequeña embarcación. Si sale de esta, más tarde, luego de conocer el río, y gracias a una visión prodigiosa, se convertirá en mestre. Supervisará a los timoneles mientras direccionan el timón y será el director de orquesta de alguna barca de larga quilla. Sabrá cuándo moverse a babor para esquivar un banco de arena, porqué debe alejarse del canto del río y en qué lugar se esconden aguas traicioneras. Los capitanes se ven a sí mismos como “viajeros” y es difícil encontrar uno que no tenga muchas historias por contar. Son casi siempre almas libres que necesitan recorrer el mundo para amainar su alma.
Estos hombres, reflexivos y meditabundos, viven como encapsulados en otro tiempo, uno dilatado y menos dependiente de ellos. El arbitrio del río ha domesticado su ánimo durante años y gracias a las numerosas veces que han encallado durante semanas durante la época de sequía, saben lo que es esperar. En el Perú, la explotación de petróleo en erupción desde la década del 70, ha convertido a muchos navegantes en empujadores de barcazas petroleras. Estos, conscientes del suicidio temporal, cuando se meten en ríos muy angostos y viene la merma, se quedan empantanadas ahí por largas semanas. Aguardan a que cargue la atmósfera, el tiempo de lluvias los sacará de la inercia, y en caso de sequía permanecerán fondeando ad aeternitatem. El marasmo en estos casos supera todo lo imaginable y deja el ánimo bien educado.
A nuestra pareja de navegantes cada amanecer los encuentra piloteando su embarcación por el canal. Siempre prestos de no chocar con una isla escondida y de esquivar los troncos, se envían señas indistinguibles desde la proa hasta la popa y de nuevo a la inversa. Abordo del rápido, a contracorriente por el río Amazonas, el tiempo antes del amanecer se extiende. El sereno, húmedo al tocar la piel, contribuye con esta impresión de dilatación mientras cabeceo en duermevela. Viajo hacia el oeste, de Santa Rosa a Iquitos, en dirección a la boca río Amazonas, Nauta. Punto geográfico donde confluyen el río Marañón con el Ucayali para darle origen al río cuyas aguas acaricio con las yemas de mis dedos. Es el primer recorrido de muchos que voy a hacer y estoy dispuesta a descubrir los mínimos cambios de vegetación. En secreto también aguardo ávida el hundimiento de mi embarcación. Los amazónicos están en época de vaciante y se alcanza a ver aún en las riberas del río, la vida de las playas. En pocos meses todos los barrancos desaparecerán con la línea del agua y el canto se devorará poquito a poco la vegetación de las orillas. El cielo plomizo, la sombría masa verdosa en la distancia y el agua achocolatada del río dominan el paisaje. No se diferencian aquí tonalidades, ni tampoco veo flora colorida que cautive la atención. El paisaje es un poco monótono y para alguien que viene del trópico colombiano, la ausencia de cromas resulta un poco soporífera. Cierro los ojos, aguardo cruzarme con algún pensamiento.
jueves, 10 de enero de 2008
sábado, 5 de enero de 2008
Desde el aire, junto a la ventanilla, el río Amazonas de la selva colombiana serpentea como en sus miles de fotografías aéreas. A lo ancho se ve corpulento, como una anaconda que se desliza en medio de un mar verdoso y a lo largo, parece ilimitado y eterno. En la distancia, la selva, futuro petróleo de la humanidad, resulta calma y coposa. Los cientos de kilómetros que separan a los tripulantes aéreos del río, descubrimiento de Orellana para Occidente, son posiblemente la causa de esta impresión. En medio de las nubes y el cielo, el bosque luce sereno. Sin embargo, otra sería la sensación de un naufrago en el Amazonas. De pie, en medio de la tupida selva, el hombre está a merced de sí mismo. Sus aparatos resultan obsoletos, la señal satelital flaquea y para su asombro, la naturaleza en pocas horas lo devora. Entonces, ¿cómo explicar el sosiego que se aprecia desde las alturas? La tranquilidad descubierta desde la ventana del avión se debe quizá a la única tonalidad de verde que domina el paisaje. Un solo tono entre miles domina y se extiende. Es un matiz que baña la tierra sin interrupciones. Verde selva por aquí, verde selva por allá. Sin embargo, si se va un poco más lejos, la aparente calma es sólo un escalón que precede la tempestad. Los espíritus de la Amazonía intuyen que en pocos años se desatarán las más cruentas guerras por agua. La época de la siringa y su explotación esclavista a manos de los barones del caucho, será incomparable con la devastación de las transnacionales. Sin vaticinar, sólo sintiendo el recalentamiento global respirar en la nuca, todo apunta a que el Amazonas se convertirá en el abrevadero del planeta. El agua será el verdadero capital.
Leticia. 12 de diciembre de 2007
El avión de la aerolínea colombiana, aterriza en la tarde en el aeropuerto de la ciudad. De una arquitectura simple, a medida de la población de la ciudad, es una construcción pequeña que de manera irrisoria hace las veces de aeropuerto internacional. Apenas cruzo la escotilla se siente un aire pesado. Aquí todo es vaporoso, por lo cual el ambiente es denso. Doy unos pasos, siento la humedad en mi piel y, cuando cierro los puños, se quedan pegados. La ropa es ahora mi segunda dermis. Los amazónicos viven como sus hermosas ranitas, las rojas de panza blanca, siempre húmedos. El agua circula en el aire y vuelve todo pegajoso. Gracias a esto, desgracia para el moderno, apegado a su aire acondicionado, aquí las plantas brotan del suelo en un instante. Hay moléculas de agua de todos lados, nada escapa. Ni siquiera los bien cuidados aparatos, tecnología de punta, frágiles frente a la naturaleza. La vida bulle por donde quiera que mires. Donde hay árboles existe oxígeno. Este es el pulmón del mundo, hoy día cuando la efectividad de los protocolos está en entredicho y el recalentamiento global es un fenómeno de consecuencias desconocidas. La inexistencia de modelos matemáticos para medir su impacto asombra a la vez que asusta. Así llego al Amazonas.
El paisaje no es muy diferente al de ciertas regiones del Trópico, y salvo por su cielo pálido pero luminoso, la pesadez del ambiente ya la había sentido antes. La conciencia de estar en el Amazonas, no obstante, transforma el sabor de la experiencia, y le da una coloratura de trascendencia y grandiosidad. Casi como visitar el Sahara o el Gran Cañón. Sin embargo, en poco tiempo el romanticismo del viaje-expedición se desploma frente al ruido que cubre como una capa toda la ciudad. El barullo de las motos tiñe cada pensamiento y se convierte en corto tiempo en uno de los principales souvernirs de la ciudad selvática. Al parecer, también el ruido es un tema de trascendencia en otras ciudades amazónicas, en Iquitos, su equivalente peruano, existe un Comité de Amigos contra el Ruido y sus muros están revestidos de coloridos murales. EN IQUITOS NOS ESTAMOS QUEDANDO SORDOS, dice uno. Es difícil para un hombre de la ciudad, propiamente de la metrópoli, entender cómo soportan los amazónicos este caos de sonidos. Mestizos e indígenas ribereños todavía piensan en los espíritus de la selva y el ritmo de su chacra. Entonces, “Debería reinar el silencio y uno de preferencia selvático”, se piensa absurdamente, sin entender que su lógica corresponde a la nuestra, sólo que se encuentra rezagada, aún no desarrolla los motores silenciadores.
De cabeza en el Amazonas, no se deja de sentir tristeza por la selva que hubo y fue talada, por lo cual se intuye una gran ausencia. Permanecen bajo incógnita, sin embargo, los miles de millones de hectáreas de verdor que devorará la crueldad capitalista. Los proyectos de Parques Nacionales en la selva colombiana son una versión, legitimada y auspiciada por el Estado, del robo de un pedazo del pulmón. La administración del Amacayacu, parque de la Amazonía colombiana, pasa a manos de una famosa cadena hotelera y una aerolínea nacional. El negocio es en apariencia claro y transparente. Así funciona todo en los países latinoamericanos, corrupción en pequeña escala. Muy local y e inclusive familiar. Desafortunadamente, distante a aquella de los grandes países donde la economía de escala, tras localizar sus transnacionales aquí y allá, siempre por fuera, logra devorar en segundos lo que a nuestros subdesarrollados magnates les ha tomado siglos.
Además del pequeño robo al país, se ofrece como plus del paseo en el Parque, la visita a una comunidad indígena. Se llega por el sendero cuyo nombre no quiero acordarme, porque en eso se convirtieron las comunidades indígenas. En un momento más de nuestra apretada agenda turista, pero jamás un memento. Los indígenas con sus costumbres y rituales entraron bajo el infame apelativo, tourist site, y ahora hacen performancia para los ávidos viajeros. Incluso hay otra denominación, por el mismo corte, que se refiere a compartir la cotidianidad de estas comunidades, una comida por ejemplo. Lo llaman turismo vivencial. Salvo por su desgarrador significado, no se puede discutir que los nombres elegidos son idóneos, y quizá elucubrar que fueron producto de una lluvia de ideas de hábiles publicistas. Cuando todo se vuelve capital, hasta las prácticas culturales más profundas se ponen en venta. Esto es lo que Occidente ha hecho de manera magistral por siglos, desacralizar las experiencias vitales. En otro tiempo, cuando el reinaba en la selva, pedía a los indios que lo cargaran en sus hombros en el bosque. Eufórico, gracias a la cocaína preparada por los cocineros de sus laboratorios, era transportado por entre los árboles. Un poco la imagen de un antiguo colonizador, otro tanto la de un moderno que quiere sentirse amo y señor de los elementos, este hombre de la mafia abusaba con su nefasto comercio a las tribus indígenas. Por donde quiera que se mire, tikunas, huitotos, yaguas y otros indios de la amazonía colombiana fueron, son y serán irrespetados por el hombre blanco.
Ahora, el Trapecio, antiguo enclave del narcotráfico, sirve como punto de partida para numerosas excursiones. Todas ecológicas. Parques Naturales, islas con micos, lagos y poblados indígenas, están disponibles en diferentes tours. Más abajo, en la selva peruana, petroleras nacionales y empresas madereras tienen franqueado el lugar. La visión romántica de los expedicionarios botánicos del siglo XIX, la mentalidad genocida de los dueños de las plantaciones de látex o la pasión indigenista de los antropólogos, no son temas de mi agenda. Se ha dado una metamorfosis de la búsqueda. Las preocupaciones actuales, más globales y menos maravillosas, ya no apuntan al descubrimiento sino a la extinción. El Amazonas dejó de ser el Paraíso Perdido. Ya Occidente conquistó, colonizó y sojuzgó al Nuevo Mundo en un proceso físico y metafísico de siglos. Cuerpos y almas quedaron sojuzgados. Sin embargo, ahora poco importa estos temas. Estamos en una época donde las luchas han cambiado. El pillaje, la colonización y la depredación, cedieron ante la batalla por los recursos naturales. El futuro se avecina a pasos agigantados.
Leticia es una ciudad pequeña que vio una gloria deplorable en otro tiempo. Poco más de dos décadas atrás cuando el tráfico de la pasta de coca utilizaba su ahora inexistente puerto y al Amazonas como cementerio. Era una época de fasto, los loores de la droga tenían sus grandes fincas, y su palabra era ley para todos los ribereños de la selva. Allí, en los tres países donde se comerciaba. Hoy día, sin embargo, la ciudad colombiana a orillas del Amazonas, no es más que un municipio mísero y bulloso. Sus calles revestidas de grietas y el tedium vitae de su población son la ausencia del Estado en la selva. Ni siquiera las tardes dominicales en la ribera del Amazonas en espera del lomo de un delfín rosado son suficientes. Salvo por el pomposo Hotel Decameron, el asomo de riqueza no existe. La industria de la ciudad la comprenden desde hace medio siglo Gaseosas Leticia y Coca-Cola. Por otro lado, es el comercio lo que mantiene a esta ciudad. El flete de los productos del interior del país es tan alto que los leticianos optaron por traer productos de Iquitos. Sobretodo cacharrería. Los comerciantes viajan en rápidos sobre el Amazonas diez horas. Hacen sus compras en la principal ciudad de la Amazonía peruana y pernoctan allí. Al día siguiente regresan en una lancha de buenas dimensiones donde el viaje se dilata pero la mercancía va segura. Esta gente lo ha visto todo.
¿Y sus gentes? La mayoría son inmigrantes que han venido de departamentos del sur de Colombia. Pocos son amazónicos, y sólo los chicos son leticianos de nacimiento. La ciudad es demasiado joven para tener su cepa raizal de ciudadanos del mundo. Pero los verdaderos pobladores son las tribus indígenas que han protegido el lugar por siglos. Ahora se resguardan en comunidades alejadas de la ciudad. Se llega por la carretera que recorre veintidós kilómetros. Están en el Km. ocho, nueve, diez, y permanecen ahí con sus prácticas vernáculas cada vez más asépticos y menos autóctonos. No del todo herméticas, las comunidades permiten que los leticianos los acompañen durante sus ritos. La pelazón, ritual de paso para las mujeres, era visto hasta hace unos años como correspondía a su tradición. La joven que había menstruado, borracha con chica, era introducida a la edad adulta desnuda su calva. Los jefes del grupo jalaban entera su cabellera por manojos y entre gritos y chillidos, la pequeña con el cuero cabelludo enrojecido se hacía mujer. Hoy día, el procedimiento se ha occidentalizado: se usan tijeras.